¡Anda! Si yo estaba enzarzado en un duelo de reseñas. Todo esto empezó hace mucho, mucho tiempo, por algún motivo que no recuerdo pero seguramente tendrá que ver con mi manía de no plantearme siquiera decir que no. De hecho hace tanto que, la verdad, yo ya pensaba que Morgan, mi oponente, se había olvidado del tema. Pero resulta que no todo el mundo es tan disperso como un servidor. Así que, ante su insistente acoso en redes sociales amable insinuación de que convendría retomar el tema, y sin saber si llevaremos algún día esto a término (la vez anterior costó casi un mes, esta casi un año...), ahí va.
Mi tercer lance.
Mi tercer lance.
Pero antes...
Comentaba mi adversaria no uno sino dos relatos, ahí es nada (adjudicando de paso el homenaje en que consistía uno de ellos a Mel Brooks en lugar de a Max Brooks, lapsus que fue inmediatamente perdonado por el que suscribe y del que no voy a hacer más escarnio en esta bitácora pública, porque eso sería de muy mal gusto). También resaltaba el hecho de que Quién tiene miedo a morir no es una antología al uso, porque sin llegar a ello intenta acercarse a la novela. En efecto; al menos la primera vez que se lee es muy recomendable leerla de cabo a rabo, por los interludios que van haciendo de nexo, que nutren y canibalizan a los relatos en pretendida simbiosis y que, como dice Morgan, conviene deglutir de seguido, como un todo. Lo mismo pasaba, por ejemplo, en mi anterior Ciencia y revolución. Por si alguien comparte mi etiquetitis, yo a esto lo llamé en su día novela antológica, que no sé si es muy buen término ni si tiene demasiado sentido, ni tampoco si me lo saqué yo del gorro o lo robé por ahí (el término, no el formato, que este último no tiene nada de nuevo). El caso: que debido a esta linealidad no es un libro para leer salteando relatos o para empezar por el final, como sí lo puede ser, por ejemplo, Ahora intenta dormir de Emilio Bueso (que estoy leyendo estos días y que aprovecho para recomendar).
Pero vale ya; tras el apunte de forma, vamos con el relato de Morgan:
La tercera historia de Entremundos se titula Dulce trenes y nos sumerge de lleno en la España del último cuarto del siglo pasado, la misma España que pocos años antes al periodo del relato (como explica la autora en el prólogo) no solo no pena el maltrato, sino que en su Código Civil autoriza explícitamente la corrección de la conducta de una mujer por parte de su marido. Una España en que la violencia de género no es un problema porque la violencia de género no existe: un España en que hasta 1999 no hay un registro del número de muertes ocasionadas por malos tratos.
Se nos cuenta una historia de tercera generación, de recorrido sin prisas y rica en antecedentes, narrada como siempre con gusto, como si se tratase de un testimonio cercano, cotidiano, real, que hubiese sido galvanizado en literatura. Nuestra protagonista es una nieta de ferroviario y nuestro antagonista un hijo de puta que por cierto se llama Pedro. Nos encontramos, de nuevo, más ante una instantánea que ante una narración al uso. La actitud de la protagonista de esta historia, la salida que escoge finalmente entre guatemalas y guatepeores, es la única incógnita que podría incorporar la trama, y sin embargo se nos anticipa ya en el prólogo y en el ecuador del propio relato. En Dulce trenes Morgan no anuda un planteamiento, ni lo desenlaza, porque este no es un relato a là Poe, con sorpresas, cebos narrativos o manejo de la tensión. Este es un alegato crudo y ejemplificador que sin artificios exhorta a una vez al humillado y al humillador. Al acorralado, le repite eso de que la cobardía es el privilegio de quienes tienen opciones. Aquello de que siempre queda la lucha; a veces —a menudo, de hecho— nada más que la lucha. Al acorralador, al que se cree poderoso, le recuerda que hasta el gato más manso araña, puesto contra la pared.
Se nos cuenta una historia de tercera generación, de recorrido sin prisas y rica en antecedentes, narrada como siempre con gusto, como si se tratase de un testimonio cercano, cotidiano, real, que hubiese sido galvanizado en literatura. Nuestra protagonista es una nieta de ferroviario y nuestro antagonista un hijo de puta que por cierto se llama Pedro. Nos encontramos, de nuevo, más ante una instantánea que ante una narración al uso. La actitud de la protagonista de esta historia, la salida que escoge finalmente entre guatemalas y guatepeores, es la única incógnita que podría incorporar la trama, y sin embargo se nos anticipa ya en el prólogo y en el ecuador del propio relato. En Dulce trenes Morgan no anuda un planteamiento, ni lo desenlaza, porque este no es un relato a là Poe, con sorpresas, cebos narrativos o manejo de la tensión. Este es un alegato crudo y ejemplificador que sin artificios exhorta a una vez al humillado y al humillador. Al acorralado, le repite eso de que la cobardía es el privilegio de quienes tienen opciones. Aquello de que siempre queda la lucha; a veces —a menudo, de hecho— nada más que la lucha. Al acorralador, al que se cree poderoso, le recuerda que hasta el gato más manso araña, puesto contra la pared.
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