Trabajo en el Ministerio de Población y Sostenibilidad. Mi puesto es como el de los demás: una cinta mecánica sobre la que van pasando los cuerpos. Cuando llega uno, detengo la cinta. Leo el informe. Si el sujeto es, en palabras del ministro, «delincuente, nocivo o prescindible», pulso el botón. Entonces un brazo robótico suministra la inyección letal. Si el sujeto merece el indulto, vuelvo a accionar la cinta sin pulsar el botón, y al salir por el otro extremo esa persona es reanimada y puesta en libertad.
Así cada mañana.
Diga lo que diga el ministerio de cara a la galería, tengo libertad total para elegir quién vive y quién muere, siempre y cuando alcancemos la cuota. A veces me confundo, sobre todo cuando llevo muchas horas seguidas en mi puesto. A veces perdono la vida a un violador, o mato a una persona inocente, porque mi mente fatigada confunde la palanca con el botón. Esas noches tengo que doblar la dosis de somníferos para conciliar el sueño.
Cada uno tenemos nuestro sistema. Somos tres, en mi planta. Está María, que nunca habla con nadie. Cumple con el número justo para la cuota, ni uno más, ni uno menos. Me recuerda a mí, cuando llegué aquí. También está José. Él sobrepasa la cuota con creces y le pagan con grandes incentivos. Vinieron del ministerio a darle una placa y todo, por su trabajo tan eficiente. Pero no es que José trabaje mejor o más rápido que los demás. La única razón del éxito de José es que José no lee los informes. A menudo se le puede ver mirando a la nada, con el botón rojo pulsado, y su cinta nunca se detiene.
Esta mañana ha pasado Jacinto. Era un niño de mi colegio; parece otro, pero era él. Parece ser que ha hecho una cosa horrible. Demasiado horrible para garabatearla en esta nota. No quiero que nadie lo sepa. Pero la verdad es que no he podido pulsar el botón. He recordado todos aquellos juegos de infancia, aquellos recreos en la escuela, y no he podido hacerlo.
Creo que Jacinto ha sido el detonante. La señal que estaba esperando. Y por eso he ido a buscar un bolígrafo y este papel.
Esto no es una última voluntad, porque nadie va a echarme de menos. Es solo… es solo lo más parecido a un grito que me atrevo a proferir. La cinta está detenida, frente a mí, con Jacinto encima. No tenemos supervisores. María me lanza alguna mirada, pero sigue con su trabajo. José no mira a nada ni a nadie. Solo pulsa el botón y piensa en quién sabe qué, mientras espera a que suene la bocina del fin de turno.
Sé que ninguno de ellos me detendrá, cuando camine hasta el principio de la cinta de José, me desnude, me tumbe, cruce los brazos sobre el pecho y me haga el dormido.
Adiós, supongo. Y por favor: que nadie rece por mí.