Helena era así. Le decías que no, que no querías, que no te apetecía pasear, que preferías perder el tiempo con otra cosa, y ella ponía esa cara de pánfila que tanto nos gustaba a todos los chavales del pueblo y se perdía sola entre los arbolillos pelados, a la vera del camino del barranco. Le gustaba andar en silencio, y si en vez de decirle que no, que no querías, que no te apetecía, le decías que sí y tenías la suerte de acompañarla, te daba un manotazo cada vez que abrías la boca para decir algo. Y entonces solo se escuchaban el rumor de la arboleda y vuestros pasos sobre el brezo seco.
Murió a los diecinueve.
En el pueblo se decía que era medio bruja, pero esas cosas se dicen muy a la ligera. Helena era excéntrica. Atea, pero no pagana. Libertaria. Y cultivada. Si llegabas a conocerla bien, te enseñaba el juego de escritorio que le había regalado su padre antes de la guerra. Todavía estaba dentro del film de plástico. Ella escribía en los mismos terminales subvencionados de bajo coste que utilizamos todos, pero a veces compraba papel al buhonero (también le compraba esos libros amarillentos y casi desencuadernados) y junto al inmaculado juego de escritorio había un bolígrafo de caña de plástico y un enorme montón de hojas garabateadas. Eran palabras al azar: Helena solo practicaba su caligrafía. Y no es que no tuviese nada interesante que escribir. Era capaz de conmoverte solo con darle el orden adecuado a unas cuantas palabras corrientes y aburridas. Podía describirte personas que no existían, lugares que no había visto, y por un momento, con solo mirarla a los ojos, era evidente que amaba aquello que estaba imaginando. Que no había nada más en el mundo, en su mundo.
El modelo de dron que la mató se llamaba Kashmir. Lo bautizaron así por su capacidad aturdidora. Antes de disparar provocaba una detonación química similar a la de las granadas aturdidoras del siglo pasado: un brutal fogonazo de luz capaz de inutilizar temporalmente la retina, acompañado de algo menos de doscientos decibelios. Después disparaba proyectiles de treinta milímetros con precisión de cirujano. Llevaba tiempo fuera de uso, estaba obsoleto. Como todas las demás, la unidad que mató a Helena aquella tarde debería haber sido desactivada remotamente por los fabricantes. Eso especificaba su contrato con el gobierno corporativo.
—Se me ha olvidado ir en bicicleta —dijo una madrugada de verano, tumbada entre los brezos secos, su piel desnuda cubierta de sudor y hojarasca—. Me caería al suelo a los dos metros.
—La bicicleta no se olvida. Aprendes una vez y ese conocimiento te acompaña siempre.
—Pues yo sabía y ya no sé —se arrellanó y miró el cielo estrellado entre los arbolillos sin hojas—. Hay más cosas que no se olvidan. Que te acompañan siempre. Ojalá esas cosas se me olvidasen también. Ojalá se fuesen a la mierda, y también la puta guerra. Ojalá se muriesen todos.
—Murieron muchos.
—Ya lo sé —le brillaron los ojos—. De eso tampoco me olvido.
Y se vistió. Y no habló más hasta que se hubo sacudido todas las ramitas y las hojas secas del uniforme de trabajo.
—De todas maneras no me refería a ellos.
—Sé a quiénes te referías.
Pero Helena habló de todas formas. Siempre decía lo que se había propuesto decir, como si tuviese miedo de que las palabras pudieran quedársele dentro y consumirla como un fuego griego.
—Me refiero a los hijos de puta que no murieron ni sufrieron en la guerra. Aquellos que la provocaron en la sombra. Los que perdieron, los que ganaron, da igual, todos han salido mejor parados de una manera o de otra. Los que ganamos, los que perdimos... todos vivimos en un mundo un poco peor. Un poco más vacío. Un poco más frío. Cada vez menos humano, signifique lo que signifique eso.
Los chavales del pueblo dimos caza y derribamos el dron. He intentado olvidar a Helena desde entonces, sin éxito. Es gracioso, no he vuelto a ir en bicicleta. Me pregunto si me acordaré de cómo mantener el equilibrio, cómo pedalear sin caerme de lado. Quizá lo de que no se olvida sea una frase hecha, una de esas excepciones que confirman la regla del saber popular. Quizá lo haya olvidado. Quizá sea posible. Ojalá sea posible; ojalá pueda haber borrado esa información de mi memoria. Si eso es posible, a lo mejor también es posible olvidar otras cosas, cosas dolorosas.
Pero mientras tanto me acuerdo de ella a regañadientes y me regodeo en el dolor que me causa. Ella fue la última víctima de la guerra.
Ojalá lo siga siendo. Ojalá no me fallen las fuerzas.