—Bodhisattva literario —leí—, también se arreglan zapatos.
Pero no pude enderezarla porque no se quedaba en su sitio. Estaba
clavada al poste de madera con un único clavo y era imposible dejarla en posición
horizontal sin que girase otra vez sobre su centro.
—Es un cartel testarudo, el de este poste —salió una voz de
entre los árboles, y al momento supe que se trataba de mi mentor, el que me
convertiría en el mejor escritor vivo o muerto.
—¿Es usted el bodhisattva, el que se encuentra en posesión
de la verdad absoluta? —dije, solo por confirmar lo que yo ya sabía—. ¿Me
enseñará cuál es la manera única y verdadera de ordenar las palabras dentro de
una frase? ¿Me dirá el número exacto de palabras que debe contener un párrafo?
¿Me mostrará el patrón por el que se cortan todas las grandes historias?
De donde había venido la voz salió a pasos largos uno de
esos ancianos endurecidos. Esos poseídos por un último fogonazo de juventud,
como el destello de una estrella que quema su último combustible antes de
morir. Me dedicó la sonrisa protocolaria y distante que podría haberme dado el
dueño de la librería de viejo de mi barrio.
—Y también arreglo zapatos, si te interesa.
Bajó la mirada hacia mis pies y consiguió que me sintiese
avergonzado por el estado en que habían quedado mis zapatos tras la caminata.
—Le imaginaba de otra manera —dije con la esperanza de
redirigir su atención.
—Entonces tú eres el único culpable de tu decepción.
Me fulminó con una mirada seria y neutra, observadora.
Sonreí nervioso, y entonces rió con una alegría que me sorprendió por lo
sincera.
—¿Por qué dijo que el cartel es testarudo?
Frunció por un momento el ceño como si yo le hubiese
preguntado «¿es este el planeta Tierra?». Después señaló al poste y al cartel,
este último girado noventa grados más de lo que se considera apropiado para una
señal decente y respetable.
—Es testarudo porque hace que la gente incline la cabeza o
intente ponerlo recto, como has hecho tú. Y esa gente solo quiere leerlo. Si lo
que el cartel quiere es comunicar algo, ¿por qué ponerlo difícil?
—Igual el cartel prefiere que solo lo lean quienes se tomen
la molestia de entenderlo. Eso hace más valioso el mensaje.
—Pero el mensaje es el mismo —dijo él—. Y cualquier idiota
puede girar un cartel. ¿Qué me dices a eso?
No supe qué contestar.