Tengo que decirlo: mucho menos repulsiva, sectaria y abominable que la pintura original. |
Los fans de Lovecraft no paramos de decir por ahí que Lovecraft está de moda —lo cual no deja de ser sintomático—, y el caso es que parece ser verdad. El mainstream ya no es tan main como solía ser. Alguien ve True Detective, lee en twitter que eso de "Yellow King" significa algo de hace como cien años, compra la selección de Llopis editada por Alianza que muchos conocemos y, voilá, el frikismo primigenio gana un adepto, y otro, y otro. Los aficionados ya teníamos música y videojuegos, películas de fans y hasta un serial a lo Diario de Patricia, ahí es nada. Novelas, relatos, ríos de tinta vertida alrededor de los mitos y una avalancha de lienzos decorados con auténticas maravillas, solo hay que darse un paseo por deviant-art para verlo.
Aquí en la piel de toro también habíamos tenido estas efusiones lovecraftianas, si bien en menor medida porque, en fin, el resto del mundo nos gana en población por miles de millones, tan fácil como eso. Math is a bitch. Pero ahora hay un resurgir en nuestro rincón local del mundillo. Un sello mayoritario como es Fantascy publica la novela de Jesús Cañadas, Los nombres muertos, que todavía no he podido leer —porque no hay tiempo para todo— pero a la que le tengo el ojo puesto y que tiene a la crítica dando palmas. Valdemar nos anuncia una novela de Emilio Bueso que apunta hacia las estrellas, Extraños eones, a la que todos los que hemos leído algo de Bueso o hemos tenido entre manos una edición de Valdemar también le tenemos ganas, también. Y con este resurgir no solo emergen novelas: entre las algas del obsceno fondo abisal también hay horrores tentaculares en antologías cósmico-horrorosas, revistas homenaje al genio de Providence, o artículos indepes de las webs como esta llenos de menciones a ese new-weird que, sinceramente, a veces parece same-old-weird y un burdo reclamo comercial, pero que no por ello nos disgusta, ojo. Porque nos gusta, nos gusta Lovecraft desde que conocimos los mitos y esa nueva forma pagana y misantrópica de asustar con la mirada puesta en el horizonte estelar, en el límite de la cordura.
Aquí en la piel de toro también habíamos tenido estas efusiones lovecraftianas, si bien en menor medida porque, en fin, el resto del mundo nos gana en población por miles de millones, tan fácil como eso. Math is a bitch. Pero ahora hay un resurgir en nuestro rincón local del mundillo. Un sello mayoritario como es Fantascy publica la novela de Jesús Cañadas, Los nombres muertos, que todavía no he podido leer —porque no hay tiempo para todo— pero a la que le tengo el ojo puesto y que tiene a la crítica dando palmas. Valdemar nos anuncia una novela de Emilio Bueso que apunta hacia las estrellas, Extraños eones, a la que todos los que hemos leído algo de Bueso o hemos tenido entre manos una edición de Valdemar también le tenemos ganas, también. Y con este resurgir no solo emergen novelas: entre las algas del obsceno fondo abisal también hay horrores tentaculares en antologías cósmico-horrorosas, revistas homenaje al genio de Providence, o artículos indepes de las webs como esta llenos de menciones a ese new-weird que, sinceramente, a veces parece same-old-weird y un burdo reclamo comercial, pero que no por ello nos disgusta, ojo. Porque nos gusta, nos gusta Lovecraft desde que conocimos los mitos y esa nueva forma pagana y misantrópica de asustar con la mirada puesta en el horizonte estelar, en el límite de la cordura.
Yo diría que lo hemos mamado. Yo lo he mamado, al menos; mis primeros relatos breves incluían mentes desquiciadas, horrores obscenos tan solo sugeridos y —aquí Lovecraft me había pasado algo de Poe— terminaban con una frase en cursiva que debería hacerte decir: «coño», pero que no siempre funcionaba porque, por decirlo así, a la careta se le veía la gomilla (hey, cuidado en esta curva que es donde me maté yo...). Eso era solo a nivel formal y, por fortuna, es superable; pero lo que nos ocupa es más bien el fondo del horror cósmico, su naturaleza, y esto ya es algo que una vez que lo conoces deja su huella y nunca se supera del todo.
Hay que situarse: por un momento, viajemos hasta aquellas primeras décadas del XX. No es como en el cine mudo y la gente no viste de domingo los siete días de la semana. Más bien se parten el espinazo deseando que termine, de una maldita vez, la transición a la era contemporánea (no saben lo que se les viene encima). Nuestra cartografía del universo aumenta año tras año, y aquí en la vieja Tierra el hombre es cada vez más diminuto en comparación. La edad del mundo ya no es la de aquellos ridículos plazos bíblicos, y mientras la historia del planeta se extiende hasta lo absurdo y la nuestra encoge hasta lo aún más absurdo, el progreso científico y el que no lo es avanzan exponencialmente (sobre todo, quizá, desde el punto de vista de una mentalidad como la de H.P.L.) y el ser humano es cada vez más ajeno a su naturaleza anterior. Principios de siglo XX, ¿recordáis? Aunque si por un momento lo habéis olvidado y habéis asociado mis palabras a la actualidad, tampoco puedo culparos.
Si los relatos de fantasmas asustan mientras haya quien tema a la muerte —y ahí están Poltergeist o la más reciente Insidious, por ejemplo— y el terror cristiano mientras haya fé —¿asustan tanto hoy en día películas como La semilla del diablo o El exorcista?—, el horror cósmico perdura mientras tengamos miedo a la vacuidad, a la nimiedad, a la absoluta falta de distinción. Mientras nos revuelva prejuicios atávicos recrearnos en la idea de que somos una mota de polvo a merced de fuerzas y energías que apenas comprendemos y ante las que nos descubrimos inermes, ya se manifiesten en forma de un dios primigenio que viaja como fuego entre las estrellas, o en forma de una eyección de rayos gamma de años luz de diámetro que nos impacte a velocidad cuasi lumínica y desintegre nuestro sistema solar entero (esta última no solo es una opción igual de terrorífica o más, sino que además es real y factible).
El horror cósmico, en definitiva, parte del terror existencial y seguirá estando vigente mientras temamos no dejar un poso material de nuestra experiencia, y ese miedo es un miedo que no solo le es propio al genoma humano, sino que es parte del código que tenemos en común con toda la vida en la Tierra. Es un terror colectivo y entelequio que ha llevado a los organismos extremófilos a vivir en las calderas submarinas sin luz ni oxígeno, en el hielo sellado de la Antártida y en el corazón de las rocas más profundas del subsuelo. Es un terror que lleva a la sonda Cassini más allá del sistema solar, que posa Curiosity sobre las arenas marcianas y varios módulos Apolo en el polvo lunar, que promueve la invención de la prensa de Gutenberg, la erección de las pirámides y la aparición de las primeras pinturas rupestres. ¿Sirve eso como prueba de vigencia?
Una cosa más...
Termino, pero no me quiero ir sin comentar de pasada el tema estrella: los tentáculos. Porque si el steampunk tiene esa locura del vapor, el horror cósmico tiene la plaga de los probóscides... y para esto no hay explicación sesuda: supongo que semos asín, necesitamos iconos reconocibles, y a menudo nos centramos en cosas que son solo la superficie, que no tienen que ver con la verdadera esencia del asunto. La verdad es que a nadie que haya profundizado en la obra de Lovecraft le gusta ir a leer horror cósmico y encontrarse con un plato de puntillas al ajillo y nada más, igual que si yo leo una historia de steampunk y no encuentro especulación, no lo considero steampunk por mucho vapor y mucho siglo diecinueve que encuentre. Ahora bien, si alguna vez sentimos rechazo hacia estas obras menores y (quizá) desvirtuantes, toca plantearse una pregunta: ¿habría llegado el horror cósmico a ser lo que es sin toda esa iconografía que rodea a los Mitos? ¿No existen esos sucedáneos en parte porque hay un sector de aficionados que los demanda? El debate fandomita está servido...
Hay que situarse: por un momento, viajemos hasta aquellas primeras décadas del XX. No es como en el cine mudo y la gente no viste de domingo los siete días de la semana. Más bien se parten el espinazo deseando que termine, de una maldita vez, la transición a la era contemporánea (no saben lo que se les viene encima). Nuestra cartografía del universo aumenta año tras año, y aquí en la vieja Tierra el hombre es cada vez más diminuto en comparación. La edad del mundo ya no es la de aquellos ridículos plazos bíblicos, y mientras la historia del planeta se extiende hasta lo absurdo y la nuestra encoge hasta lo aún más absurdo, el progreso científico y el que no lo es avanzan exponencialmente (sobre todo, quizá, desde el punto de vista de una mentalidad como la de H.P.L.) y el ser humano es cada vez más ajeno a su naturaleza anterior. Principios de siglo XX, ¿recordáis? Aunque si por un momento lo habéis olvidado y habéis asociado mis palabras a la actualidad, tampoco puedo culparos.
Si los relatos de fantasmas asustan mientras haya quien tema a la muerte —y ahí están Poltergeist o la más reciente Insidious, por ejemplo— y el terror cristiano mientras haya fé —¿asustan tanto hoy en día películas como La semilla del diablo o El exorcista?—, el horror cósmico perdura mientras tengamos miedo a la vacuidad, a la nimiedad, a la absoluta falta de distinción. Mientras nos revuelva prejuicios atávicos recrearnos en la idea de que somos una mota de polvo a merced de fuerzas y energías que apenas comprendemos y ante las que nos descubrimos inermes, ya se manifiesten en forma de un dios primigenio que viaja como fuego entre las estrellas, o en forma de una eyección de rayos gamma de años luz de diámetro que nos impacte a velocidad cuasi lumínica y desintegre nuestro sistema solar entero (esta última no solo es una opción igual de terrorífica o más, sino que además es real y factible).
El horror cósmico, en definitiva, parte del terror existencial y seguirá estando vigente mientras temamos no dejar un poso material de nuestra experiencia, y ese miedo es un miedo que no solo le es propio al genoma humano, sino que es parte del código que tenemos en común con toda la vida en la Tierra. Es un terror colectivo y entelequio que ha llevado a los organismos extremófilos a vivir en las calderas submarinas sin luz ni oxígeno, en el hielo sellado de la Antártida y en el corazón de las rocas más profundas del subsuelo. Es un terror que lleva a la sonda Cassini más allá del sistema solar, que posa Curiosity sobre las arenas marcianas y varios módulos Apolo en el polvo lunar, que promueve la invención de la prensa de Gutenberg, la erección de las pirámides y la aparición de las primeras pinturas rupestres. ¿Sirve eso como prueba de vigencia?
Una cosa más...
Termino, pero no me quiero ir sin comentar de pasada el tema estrella: los tentáculos. Porque si el steampunk tiene esa locura del vapor, el horror cósmico tiene la plaga de los probóscides... y para esto no hay explicación sesuda: supongo que semos asín, necesitamos iconos reconocibles, y a menudo nos centramos en cosas que son solo la superficie, que no tienen que ver con la verdadera esencia del asunto. La verdad es que a nadie que haya profundizado en la obra de Lovecraft le gusta ir a leer horror cósmico y encontrarse con un plato de puntillas al ajillo y nada más, igual que si yo leo una historia de steampunk y no encuentro especulación, no lo considero steampunk por mucho vapor y mucho siglo diecinueve que encuentre. Ahora bien, si alguna vez sentimos rechazo hacia estas obras menores y (quizá) desvirtuantes, toca plantearse una pregunta: ¿habría llegado el horror cósmico a ser lo que es sin toda esa iconografía que rodea a los Mitos? ¿No existen esos sucedáneos en parte porque hay un sector de aficionados que los demanda? El debate fandomita está servido...