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domingo, 16 de febrero de 2014

Relato: La hiel en los labios
























José Mariá accionó la grabadora.

—¿Se encuentra bien? —dijo, sentándose con torpeza en una orilla de la cama de hospital—. Podemos hacerlo en otro momento.

—Eso dice… pero ya ha activado la grabadora —dijo el convaleciente, y Mariá tuvo la decencia de mostrarse avergonzado—. No, me encuentro bien, y usted ha venido de muy lejos. Hagámoslo.

El divulgador carraspeó antes de adquirir su habitual entonación radiofónica.

—Dígame su nombre, Fernando. Para que conste en la grabación.

—Soy Fernando Lasanta Marcial.

—Repito para que conste lo que conozco de los hechos, según me hizo usted llegar en su mensaje. Sufrió un accidente el pasado seis de junio, cuando el ascensor en que viajaba con otras tres personas tuvo una avería crítica.

—Así es.

—Con motivo de dicho accidente, le sobrevino a usted un fallo cardiorespiratorio que le ha mantenido en estado de coma durante más de dos semanas. Dos personas murieron tras la caída del ascensor. La otra superviviente, una niña de seis años de edad, entró también en estado de coma.  

Fernando inclinó la cabeza.

—¿No es así Fernando?

El hombre suspiró.

—Eso me han dicho —asintió.

—Y usted, me decía en su  mensaje, tuvo lo que se conoce habitualmente como una experiencia extracorporal.

Fernando Lasanta se incorporó levemente. Mariá colocó otra almohada bajo la nuca del anciano coronel.

—Iremos más rápido —dijo Fernando— si me deja hablar a mí.





Fernando da dos pasos hacia el espejo. Se acerca tanto que tiene que contener el aliento para que el vaho no empañe el cristal. Entorna los ojos. Las gafas combaten la miopía, sí, pero las cataratas no hay lente que las despeje. Su escaso pelo está ordenado. Se ha afeitado bien el rostro, y las patillas están igualadas. Tiene pelo en la nariz. ¿Cuántos años hace que comenzó a salir? Siempre le dio asco el pelo en la nariz. Pero el vello puede cortarse; para sus arrugas, profundas y cetrinas, no hay solución.

—¡Detenga el ascensor! —ruega una voz de mujer.

—¡Para, que subimos! —grita, mucho más alto, la voz de una niña, y ese grito parece fuera de lugar en este edificio gris. Fernando sonríe, pero lo hace para sí, de esa manera privada que no alcanza el rostro, en una costumbre que arrastra desde la instrucción. ¿O le viene de antes, quizá?

Mira angustiado hacia el cuadrante de botones borrosos, sin saber qué hacer.

—Gracias por nada —resopla la mujer, tras contener las dobles puertas con la mano. Ha llegado por muy poco. Fernando, como de costumbre, se siente inútil e incómodo. Por otro lado y también como de costumbre, su mirada es altiva y orgullosa.

—Buenos días —dice un joven con uniforme de repartidor, que se ha colado tras la madre y su hija. Pulsa un botón. La madre otro. Fernando empieza a transpirar.

—Disculpen —ordena más que pide, y cuando le ceden espacio se inclina ante los controles del ascensor. Si fuesen de cristal o espejo, se empañarían también. Pulsa el botón para la décima planta y casi siente el ceño fruncido desaparecer del rostro de la madre, tras él, sustituído por la lástima y la compasión. Pero Fernando prefiere los ceños fruncidos.

El osito no dormía y su mamá le daba miel. Si el osito se dormía se la untaba por los pies.

Fernando mira a la niña. Esta deja de cantar y mira hacia arriba, a punto de descoyuntarse. Sonríe entornando los ojos, mostrando orgullosa sus escasos dientes de leche.

—Hola tú. ¡Yo soy una niña!

Fernando frunce el ceño. Ella sonrié más todavía. Y finalmente ocurre. Por primera vez en años, más de los que quiere admitir, el coronel sonríe. La madre trae a la niña hacia sí, y le lanza una mirada adusta a Fernando. El repartidor le mira con fijeza, lo que a Fernando le parece toda una impertinencia.

La luz se apaga.

Suena un golpe.

La luz vuelve.

Se va definitivamente.

Notan la aceleración.

Un sonido chirriante.

Dolor, un quedo llanto infantil, y después silencio en la oscuridad.

Mueren uno a uno.





—No es fácil de explicar —dijo el coronel Lasanta.

—No se contenga, Fernando. Habla con alguien deseoso de entender.

El coronel resopló, pero no había dureza en su mirada.

—No vi mi cuerpo, desde arriba, ni tampoco mi vida pasar ante mis ojos. No estaba a oscuras, porque para ser consciente de la oscuridad hay que recordar la ausencia de luz, ni tampoco en un túnel de luz, porque la luz no baña lo que hay más allá de la oscuridad. Estaba… más allá. Y «allá» no es una palabra que sirva. Tampoco «fuera», «entonces»… ni «yo», ni siquiera «ser». No se puede explicar lo que viví, al menos no completamente, pero el modo que mejor se me ocurre es este: me sentía como debería sentirse el recuerdo de algo que todavía no ha ocurrido.

José Mariá alzó las cejas. Fernando Lasanta no reparó en ello. Siguió hablando, con la mirada vidriosa y perdida en la lejanía del techo de la habitación de hospital.





Un retazo de conciencia, una levísima diferencia entre «yo» y «todo lo demás» que no recuerda el significado de la palabra alma, que no recuerda lo que es una palabra, ni un símbolo ni un significante, flota en el mar de frío absoluto que hay más alla del ubicuo campo de Higgs. «Aquí», a falta de una palabra mejor, todo ocurre al mismo tiempo, o eternamente en una divergencia en que los momentos no son consecutivos. Cada patético pensamiento de Ello ocurre en un instante que termina antes de comenzar, y que sin embargo podría medirse en infinitos cuantos de metrónomo, si tal cosa fuese posible en este mundo, por definición, inmaterial.

El conocimiento no es relevante para Ello. Tiene una vaga noción de todo lo que existe en su inmediatez, y esto es todo lo que puede decirse en palabras humanas sobre lo que siente y percibe de este lugar que llamaremos Aquí. Hay cosas. Cosas que no son Ello, y cosas que no son Aquí. Son otros Ellos, comprende Ello. Dos Ellos grandes y estáticos, y un Ellos más pequeño. El Ellos pequeño es inquieto y recorre el Aquí, aunque no se mueve en un sentido newtoneano de la palabra. De los otros Ellos, uno encoge, transmite confusión, indiferencia. Otro emite una sensación de anhelo, y esa sensación se estira y apunta al Ellos pequeño, que ha dejado de sentirse en el Aquí que Ello es capaz de percibir.

Hay otras cosas, Más Allá. No son Ello, ni Ellos, ni Aquí. Pero llenan el Aquí, de manera desordenada pero implacable. Y sienten, sienten en dirección a Ellos. El suyo es un sentimiento angustioso que le trae a Ello extraños sonidos: «violencia», «lujuria», «odio»… «hambre». Ello siente miedo, aunque no es capaz de entenderlo, cuando percibe la elongación de ese sentimiento que roza su posición en el Aquí. Ello es «yo», razona. «Soy». Y las Cosas de Más Allá se alimentarán de lo que Ello significa, y Ello dejará de ser. «Moriré».

Fernando cae en la cuenta de que los Ellos ya no están. Las Cosas de Más Allá estiran sus garras incorpóreas, abren sus fauces de la longitud de galaxias, y… un momento. ¿«Fernando»? ¿«Garras», «fauces», «longitud»?

Ello intuye esas nuevas Cosas con curiosidad. «Palabras», resuena en algún rincón de su conciencia, y esa vibración es en sí misma otra de estas Palabras.

«Soy» repite, y esta vez no se conforma con ello.

«Soy Fernando. Yo soy Fernando.» 

El conocimiento de algo que no está Aquí, que no proviene de Aquí, el conocimiento del concepto mismo de la existencia, abruma a Fernando como ocurre (ahora lo sabe) con la mente límbica del recién nacido. En breves instantes de eternidad al margen del tiempo, Fernando Lasanta es consciente de lo que es cognoscible más allá de los muros de la mente. Se gira una última vez y le sostiene una mirada a aquellos ojos sin pupilas, antes de regresar.





José Mirá apagó la grabadora.

—Está usted decepcionado —dijo el coronel Lasanta—. ¿No es lo que esperaba?

—No, no es eso —mintió José—. Es una historia increíble. Me pondré en contacto con usted si la emitimos.

Fernando Lasanta se encogió de hombros.

—Un momento —dijo, cuando José ya se dirigía hacia la puerta—. Esa niña, la que dicen que sobrevivió, ¿la ha visto usted?

José negó con la cabeza. No le mencione nada acerca de la mejoría de la niña, le había dicho el psiquiatra que llevaba el caso del coronel Lasanta. Es muy inestable a este respecto.

—No la he visto —dijo.

—Si la ve, ¿me hará un favor? —dijo Fernando Lasanta, con la voz firme pero un acusado temblor en las manos.

—Claro —volvió a mentir José.

Una lágrima rebasó el lacrimal del anciano.

—Dígale que ahora soy yo el hambriento.

José, airado, abrió la puerta.

—¡Entropía! —oía todavía la llamada de Fernando Lasanta, mientras recorría los pasillos del manicomio—. ¡ENTROPÍA! 





FIN

7 comentarios:

  1. Pues me ha dejado bastante descolocado... un cambio, intuyo, pero no lo acabo de entender bien... Y el grito final... me descoloca también

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    1. Por ahí van los tiros, sí. No te preocupes porque, como dice Watson, el relato es exigente y tiene fragmentos muy enrevesados. Especialmente cuando el coronel pasa al plano inmaterial y pierde toda noción clásica de la realidad, incluyendo la de sí mismo.

      Gracias por leer ;).

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  2. Yo soy mala gente, así que a plagiar se ha dicho. :P

    El relato tiene un momento bastante hard, ¿eh?, pero lo he leído hasta el final y me gustó.

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    1. Lo confieso: cuando escribí lo de "ubicuo campo de Higgs" supe que me iba a ir a lo difícil xD.

      Uno de estos relatos de vez en cuando no hace daño, pero creo que conviene escribir para que lo entiendan y lo disfruten más hipotéticos lectores, que sea más universabilizable.

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    2. Y bueno, gracias por leer, que no dije nada :). Me alegro de que te gustase.

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  3. Me he quedado también un poco descolocado, pero felizmente descolocado. Giro y giro sobre el final. Es un buen relato, helado, frío, con gotas de terror que no se sabe de dónde caen, que se disfruta en ese desengancharse de lo cotidiano. Lo del manicomio, pues no, no lo esperaba.
    Saludos.

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    1. Me alegro de que el descolocamiento sea bien recibido ;). Gracias por tus palabras, compañero.

      Un saludo.

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