José
Mariá accionó la grabadora.
—¿Se
encuentra bien? —dijo, sentándose con torpeza en una orilla de la cama de
hospital—. Podemos hacerlo en otro momento.
—Eso
dice… pero ya ha activado la grabadora —dijo el convaleciente, y Mariá tuvo la
decencia de mostrarse avergonzado—. No, me encuentro bien, y usted ha venido de
muy lejos. Hagámoslo.
El
divulgador carraspeó antes de adquirir su habitual entonación radiofónica.
—Dígame
su nombre, Fernando. Para que conste en la grabación.
—Soy
Fernando Lasanta Marcial.
—Repito
para que conste lo que conozco de los hechos, según me hizo usted llegar en su
mensaje. Sufrió un accidente el pasado seis de junio, cuando el ascensor en que
viajaba con otras tres personas tuvo una avería crítica.
—Así
es.
—Con
motivo de dicho accidente, le sobrevino a usted un fallo cardiorespiratorio que
le ha mantenido en estado de coma durante más de dos semanas. Dos personas
murieron tras la caída del ascensor. La otra superviviente, una niña de seis
años de edad, entró también en estado de coma.
Fernando
inclinó la cabeza.
—¿No
es así Fernando?
El
hombre suspiró.
—Eso
me han dicho —asintió.
—Y
usted, me decía en su mensaje, tuvo lo
que se conoce habitualmente como una experiencia extracorporal.
Fernando
Lasanta se incorporó levemente. Mariá colocó otra almohada bajo la nuca del
anciano coronel.
—Iremos
más rápido —dijo Fernando— si me deja hablar a mí.
Fernando
da dos pasos hacia el espejo. Se acerca tanto que tiene que contener el aliento
para que el vaho no empañe el cristal. Entorna los ojos. Las gafas combaten la
miopía, sí, pero las cataratas no hay lente que las despeje. Su escaso pelo
está ordenado. Se ha afeitado bien el rostro, y las patillas están igualadas.
Tiene pelo en la nariz. ¿Cuántos años hace que comenzó a salir? Siempre le dio
asco el pelo en la nariz. Pero el vello puede cortarse; para sus arrugas,
profundas y cetrinas, no hay solución.
—¡Detenga
el ascensor! —ruega una voz de mujer.
—¡Para,
que subimos! —grita, mucho más alto, la voz de una niña, y ese grito parece
fuera de lugar en este edificio gris. Fernando sonríe, pero lo hace para sí, de
esa manera privada que no alcanza el rostro, en una costumbre que arrastra
desde la instrucción. ¿O le viene de antes, quizá?
Mira
angustiado hacia el cuadrante de botones borrosos, sin saber qué hacer.
—Gracias
por nada —resopla la mujer, tras contener las dobles puertas con la mano. Ha
llegado por muy poco. Fernando, como de costumbre, se siente inútil e incómodo.
Por otro lado y también como de costumbre, su mirada es altiva y orgullosa.
—Buenos
días —dice un joven con uniforme de repartidor, que se ha colado tras la madre
y su hija. Pulsa un botón. La madre otro. Fernando empieza a transpirar.
—Disculpen
—ordena más que pide, y cuando le ceden espacio se inclina ante los controles
del ascensor. Si fuesen de cristal o espejo, se empañarían también. Pulsa el
botón para la décima planta y casi siente el ceño fruncido desaparecer del
rostro de la madre, tras él, sustituído por la lástima y la compasión. Pero
Fernando prefiere los ceños fruncidos.
—El osito no dormía y su mamá le daba miel.
Si el osito se dormía se la untaba por los pies.
Fernando
mira a la niña. Esta deja de cantar y mira hacia arriba, a punto de
descoyuntarse. Sonríe entornando los ojos, mostrando orgullosa sus escasos
dientes de leche.
—Hola
tú. ¡Yo soy una niña!
Fernando
frunce el ceño. Ella sonrié más todavía. Y finalmente ocurre. Por primera vez
en años, más de los que quiere admitir, el coronel sonríe. La madre trae a la
niña hacia sí, y le lanza una mirada adusta a Fernando. El repartidor le mira
con fijeza, lo que a Fernando le parece toda una impertinencia.
La
luz se apaga.
Suena
un golpe.
La
luz vuelve.
Se
va definitivamente.
Notan
la aceleración.
Un
sonido chirriante.
Dolor,
un quedo llanto infantil, y después silencio en la oscuridad.
Mueren
uno a uno.
—No
es fácil de explicar —dijo el coronel Lasanta.
—No
se contenga, Fernando. Habla con alguien deseoso de entender.
El
coronel resopló, pero no había dureza en su mirada.
—No
vi mi cuerpo, desde arriba, ni tampoco mi vida pasar ante mis ojos. No estaba a
oscuras, porque para ser consciente de la oscuridad hay que recordar la
ausencia de luz, ni tampoco en un túnel de luz, porque la luz no baña lo que
hay más allá de la oscuridad. Estaba… más allá. Y «allá» no es una palabra que
sirva. Tampoco «fuera», «entonces»… ni «yo», ni siquiera «ser». No se puede
explicar lo que viví, al menos no completamente, pero el modo que mejor se me
ocurre es este: me sentía como debería sentirse el recuerdo de algo que todavía
no ha ocurrido.
José
Mariá alzó las cejas. Fernando Lasanta no reparó en ello. Siguió hablando, con
la mirada vidriosa y perdida en la lejanía del techo de la habitación de
hospital.
Un
retazo de conciencia, una levísima diferencia entre «yo» y «todo lo demás» que
no recuerda el significado de la palabra alma, que no recuerda lo que es una
palabra, ni un símbolo ni un significante, flota en el mar de frío absoluto que
hay más alla del ubicuo campo de Higgs. «Aquí», a falta de una palabra mejor,
todo ocurre al mismo tiempo, o eternamente en una divergencia en que los
momentos no son consecutivos. Cada patético pensamiento de Ello ocurre en un
instante que termina antes de comenzar, y que sin embargo podría medirse en
infinitos cuantos de metrónomo, si tal cosa fuese posible en este mundo, por
definición, inmaterial.
El
conocimiento no es relevante para Ello. Tiene una vaga noción de todo lo que
existe en su inmediatez, y esto es todo lo que puede decirse en palabras
humanas sobre lo que siente y percibe de este lugar que llamaremos Aquí. Hay
cosas. Cosas que no son Ello, y cosas que no son Aquí. Son otros Ellos,
comprende Ello. Dos Ellos grandes y estáticos, y un Ellos más pequeño. El Ellos
pequeño es inquieto y recorre el Aquí, aunque no se mueve en un sentido newtoneano
de la palabra. De los otros Ellos, uno encoge, transmite confusión,
indiferencia. Otro emite una sensación de anhelo, y esa sensación se estira y apunta
al Ellos pequeño, que ha dejado de sentirse en el Aquí que Ello es capaz de
percibir.
Hay
otras cosas, Más Allá. No son Ello, ni Ellos, ni Aquí. Pero llenan el Aquí, de
manera desordenada pero implacable. Y sienten, sienten en dirección a Ellos. El
suyo es un sentimiento angustioso que le trae a Ello extraños sonidos: «violencia»,
«lujuria», «odio»… «hambre». Ello siente miedo, aunque no es capaz de
entenderlo, cuando percibe la elongación de ese sentimiento que roza su
posición en el Aquí. Ello es «yo», razona. «Soy».
Y las Cosas de Más Allá se alimentarán de lo que Ello significa, y Ello dejará
de ser. «Moriré».
Fernando
cae en la cuenta de que los Ellos ya no están. Las Cosas de Más Allá estiran
sus garras incorpóreas, abren sus fauces de la longitud de galaxias, y… un
momento. ¿«Fernando»? ¿«Garras», «fauces», «longitud»?
Ello
intuye esas nuevas Cosas con curiosidad. «Palabras», resuena en algún rincón de
su conciencia, y esa vibración es en sí misma otra de estas Palabras.
«Soy»
repite, y esta vez no se conforma con ello.
«Soy
Fernando. Yo soy Fernando.»
El
conocimiento de algo que no está Aquí, que no proviene de Aquí, el conocimiento
del concepto mismo de la existencia, abruma a Fernando como ocurre (ahora lo
sabe) con la mente límbica del recién nacido. En breves instantes de eternidad
al margen del tiempo, Fernando Lasanta es consciente de lo que es cognoscible más allá de los muros de
la mente. Se gira una última vez y le sostiene una mirada a aquellos ojos sin
pupilas, antes de regresar.
José
Mirá apagó la grabadora.
—Está
usted decepcionado —dijo el coronel Lasanta—. ¿No es lo que esperaba?
—No,
no es eso —mintió José—. Es una historia increíble. Me pondré en contacto con
usted si la emitimos.
Fernando
Lasanta se encogió de hombros.
—Un
momento —dijo, cuando José ya se dirigía hacia la puerta—. Esa niña, la que
dicen que sobrevivió, ¿la ha visto usted?
José
negó con la cabeza. No le mencione nada
acerca de la mejoría de la niña, le había dicho el psiquiatra que llevaba
el caso del coronel Lasanta. Es muy inestable
a este respecto.
—No
la he visto —dijo.
—Si
la ve, ¿me hará un favor? —dijo Fernando Lasanta, con la voz firme pero un
acusado temblor en las manos.
—Claro
—volvió a mentir José.
Una
lágrima rebasó el lacrimal del anciano.
—Dígale
que ahora soy yo el hambriento.
José,
airado, abrió la puerta.
—¡Entropía!
—oía todavía la llamada de Fernando Lasanta, mientras recorría los pasillos del
manicomio—. ¡ENTROPÍA!
FIN