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jueves, 4 de julio de 2013

Relato lisérgico: La serpiente

—A la mierda. No necesito esto.
Me levanté de aquel sofá pulgoso, que apestaba a cerveza añeja y meados de perro, y busqué un cigarro en los bolsillos de mi chaqueta.
—Que te jodan, Claude. Estás borracho.
Claro que estaba borracho. Los dos lo estábamos.
—Que te jodan a ti. Me voy al desierto, como hicieron ellos.
—¿Ellos?
—Los Doors, los putos Doors. Voy a cabalgar la serpiente.
Helena me contemplaba con la mirada perdida desde el extremo del sofá, todavía sentada y abrazada a ese chucho.
—Todo este tiempo has estado un poco tarado. Tarde o temprano tenías que volverte loco del todo.
—No me importa lo que me digas. Solo déjame en paz.
—¿Adónde vas? ¿Al desierto?
—Eso he dicho.
—No hay ningún desierto en todo el país, majadero.
—Eso no importa.
—Claro que no.
Sus grandes ojos negros voltearon en el interior de sus cuencas. Me giró premeditadamente la cara para acariciar a su galgo desnutrido.
—El tabaco —dije.
—¿Qué?
—¡El tabaco, joder! A mí no me queda, dame tu paquete.
Me lanzó el cartón directo a la cara, aunque conseguí atraparlo en el aire. Eché a andar sin volver la vista atrás, luchando por no torcerme un tobillo entre las rocas y los ladrillos dejados a lo largo del descampado.
—¡No puedes irte así! —gritó cuando apenas había andado un puñado de metros—. Has tomado mucho ácido.
—Nadie lo llama así, joder. Deja de ver tanta televisión.
—Más te vale beber agua —dijo, y añadió algo por lo bajo. No pude oír lo que gruñía, pero supongo que fue lo mejor.
Faltaba por lo menos media hora para que comenzase el viaje, pero ya empezaba a notar cómo el alcohol me daba una pequeña tregua. Tal vez fuese el viento enfriando el sudor de mi frente, o el olor del arroyo, pero me dió la sensación de que la sangre dejaba de acumularse alrededor de mi cráneo, oprimiendo y latiendo hasta hacerme sentir enfermo.
Caminé sin mirar por dónde iba, y tampoco me importaba una mierda. Chocaba contra las cercas de los sembrados, me magullaba la cara contra las ramas de los árboles y las espigas de hierba alta. Supongo que no me importaba saber hacia dónde me dirigía porque no había ningún sitio en el que quisiese estar. Cada paso era el estúpido intento de alejarme de mis propios pies. Por algún motivo pensé que no era más feliz de lo que había sido una semana antes, antes de conocer a Helena, pero tampoco más desgraciado. Y eso me hizo sonreír durante unos metros.
Me descoyuntaba para contemplar las estrellas mientras caminaba, con la sensación de que mi nuez saldría por mi nuca. Me parecía divertido el modo en que se mantenían quietas, en la distancia. Imaginé a todas aquellas personas mirando al firmamento, pidiendo favores, pidiendo deseos cada vez que veían una estrella fugaz, y aquellos puntos de luz, aparentemente inmóviles, el rostro del universo diciendo sin palabras que todo le importaba una mierda. Esas luces estaban ahí para los buenos y para los malos, para los generosos y para los egoístas, para las beatas y los yonkis, para los santurrones y para los asesinos. Esas luces estaban ahí también para mí.
—A mí tampoco me importáis una mierda.
El retumbar de la serpiente de acero chirriando a su paso sobre las vías me hizo gritar de alegría, saludar con ambos brazos al maquinista del antiguo y oxidado mercancías. «¿De dónde viene?», le habría preguntado al funcionario del ferrocarril. «Llevo maderas a…», puede que contestase (¿maderas?¿en serio?), pero yo le habría interrumpido para entonces. «Le he preguntado que de dónde viene, no adónde va», le diría a aquel triste hombre, el brillo de su juventud oculto muy al fondo, más allá de la base de las cuencas. Él me dedicaría una mirada de lástima. «¿De dónde vengo yo?», le habría preguntado después, ante su silencio, y él, con cierto desprecio educado, me abría empujado lejos de la ventanilla mientras la locomotora se alejaba.
Enjugué mis lágrimas, sorprendido, y reí de nuevo.
No hay derecho a que a un hombre se le imponga la consciencia de sí mismo, pensé, y las palabras perdieron su significado, si alguna vez lo habían tenido, a medida que se iban acurrucando en mi mente.
Oí un ruido de pasos, alguien caminaba en aquel lugar abandonado en que solo estaba yo.
—¡No hay derecho! —grité para asustar a quien fuese que caminase entre las sombras, en la noche, y al mismo tiempo me dí cuenta de dos cosas. La primera: que si intentaba asustarle era porque yo mismo sentía auténtico terror al pensar en el tipo de persona que vagaría por los eriales de madrugada. Y la segunda: que, naturalmente, eran mis propios pasos los que habían aguijoneado al caballo de mi paranoia.
—No me encuentro bien —le dije a la oscuridad.
Y me derrumbé. Tropecé con un arbusto, o con una piedra, o con mis propios pies, y el suelo vino a mi encuentro con una enorme sonrisa sardónica. La mía, mi sonrisa, supo a hierro y sangre cuando me estrellé contra una piedra. Seguro que eso sí era una piedra.
—¿Estás bien? —me dijo la oscuridad.
—No me encuentro bien —le repetí.
—Ven conmigo.
Un par de brazos me alzaron de las axilas, y le miré a los ojos.
—Eres tú, Jim.
—No, no lo soy —dijo Jim Morrison.
—Pero eres tú. Sé que eres tú.
—No, no lo sabes. No sabes quién soy, del mismo modo en que no sabes quién eres.
«No me encuentro bien», pensé.
«Lo sé», pensó él para mí, y echamos a andar cogidos del hombro.

lunes, 1 de julio de 2013

Seleccionado para el XIV Calabazas en el Trastero: Creaturas

Este fin de semana se publicó la lista de seleccionados para el catorceavo número de la publicación de terror patrio por antonomasia, promovida por La Biblioteca Fosca y editada por Saco de huesos, y como veréis toca celebración:
Andy (Tomás Blanco Claraco)
Dampfmann, Frankenstein revelado (Francesc Barrio)
Gargantúa (Javier Fernández Bilbao)
Garras para Algernon (Pedro López Manzano)
Hombres de papel (Leonardo Yarri Bengoetxea)
Involución evolutiva (Andrés Díaz Hidalgo)
Las 23 Llaves del Armagedon (Magnus Dagon)
Lógica (José Manuel Fernández Aguilera)
Recuerdos en la sangre (Pedro Moscatel)
Tan solo recortes de prensa (Juan Ángel Laguna Edroso)
Una lejana torre de marfil (Óscar Muñoz Caneiro)
Vestida de azul (Santiago Eximeno)
Victoria, o la moderna prometida (Miguel Martín Cruz)

En el marco temático elegido para esta entrega, Creaturas, mi Recuerdos en la sangre es un relato de terror, ciencia ficción y nanobots en el que la terapia nanocítica, consistente en la incorporación de células artificiales nanométricas al corriente sanguineo, arroja un siniestro resultado imprevisto.

En cuestión de unos meses podréis leerlo junto al resto de relatos y el prólogo de Ángel Luis Sucasas, cortesía de Nocte; mientras tanto, aquí tenéis un adelanto de la portada obra de Tiboo: