Manuel González caminaba de bandazo en traspiés, con una mano ensangrentada bajo el fajín carmesí y la otra, todavía apresando el revólver, dedicada a buscarle apoyo en las paredes del callejón. Un brillante saxo soprano gemía tras la puerta abierta del B Note Cafe, y su sonido llegaba hasta nosotros al tempo de una marcha fúnebre para dos. Había algo heróico, mesiánico quizá, en su manera de aguantar en pie, como un tambaleante cristo de chaqué bajo el peso de una cruz invisible.
—Detente, Manny. Es el fin.
Creo que hubo algo en mi voz, más allá de las palabras, que detuvo su caminar. Manny había descubierto una mano perdedora, y no quedaban fichas en su lado de la mesa.
—Te he disparado Joe. Te he volado la mano.
—Sí, viejo amigo, lo has hecho, pero ahora eso no importa. Está olvidado.
Fue un derrumbe lento, como la demolición de un gran rascacielos. Se deslizó más que cayó, de espaldas a una pared que tiñó del rojo de las amapolas.
—¿Por qué, Manny? ¿Por qué hoy, por qué aquí?
Tosió en la cara de la muerte, asperjando de sangre su pechera adornada de blanco marfil.
—Te he jodido la mano, Joe. Te la he jodido de verdad. Parece que ninguno de los dos volverá a tocar el piano.
—Ahora todo ha pasado. Ahora ya puedes decírmelo, ¡tienes que decírmelo, Manny! ¿Quién te contrató?
—No lo entiendes. Tenía que hacerlo, Joe, tenía que hacerlo o le harían daño. Fredo la quería para él, quería poner sus sucias zarpas sobre mi pequeña.
—¿Qué dices, Manny? ¿Quién es esa chica de la que hablas?
—Yo no lo sabía, no podía saberlo. Ella me había prometido que dejaría esa vida, que cantaría solo para mí, Joe. Me lo prometió.
—¡Dímelo, Manny, dime quién es ella!
—Mi floresita... —masculló en castellano, y pareció disfrutar del sabor de ese último aliento, mientras su mirada cristalizaba en algún lugar bien lejos del sucio callejón.
No tuve presencia de ánimo para cerrar sus párpados. El pobre diablo había muerto mirando directamente al rostro de la felicidad.
Pistola en mano, me encaminé hacia la entrada principal del B Note Cafe, siguiendo el ritmo de la melodía del saxo con cada paso. El cartel bramaba en letras anchas y negras:
«
FREDO VANELLI & the Big Humming Band»
. Y debajo, en letras más pequeñas: «
Con la voz de Rita Ríos, la Petite Fleur».
Entré al local destrozado y me aproximé a la barra. Al calor de la melodía, me serví un whiskey doble y me derrumbé sobre uno de los taburetes como si aquel fuese el último rincón que quedase en el mundo. Éramos los únicos que seguíamos en aquel lugar, si solo se contaba a los vivos: solos yo y el saxofonista. Alcé mi copa hacia él cuando a lo lejos empezaron a oírse las sirenas, pero no me prestó atención, y por supuesto no paró de tocar la misma melodía. Aquel enorme negro de ojos cálidos y rostro duro tocaba el saxo con las manos ensangrentadas, lloraba lágrimas como puños mientras contemplaba el rostro helado de la felicidad. Decidí que aquello era algo que valía la pena contemplar, y me uní a él. Esperé a la policía sin apartar mis ojos de los de Rita Ríos, la Petite Fleur, la floresita.
Entró un teniente, desarmado.
—Dios mío... —dijo, quitándose el sombrero ante la macabra escena.
El saxofonista interrumpió su canción y le dedicó una breve mirada. Se limpió las lágrimas del rostro para reemplazarlas por una sangre que no era la suya, y volvió a tocar aquella melodía que ninguno de los tres podríamos olvidar jamás.