Nos encontramos ante una antología de aquellas que se leen con ganas. De aquellas que dan la sensación de estar completas, sin que falte ni sobre nada, de aquellas que se terminan con satisfacción. Y digo esto a pesar de que comencé a leer Texturas del miedo con cierto escepticismo. Es verdad que ya había leído relatos del autor, y que me habían gustado, pero una antología entera es harina de otro costal. En este caso harina temprana, poco molida, porque Texturas del miedo es la ópera prima de Ignacio, su primer libro publicado hace ya dos años en Saco de Huesos.
Comencé el primer relato alerta, como suele ocurrir cuando lee cualquiera que también escriba. Tal vez porque de buscar el error en nuestros textos, siempre intentando mejorarlos, encontramos de paso los errores de los textos ajenos; o tal vez porque, ante la amenaza de un competidor, nuestro traidor subconsciente nos hace ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. El caso es que, cada vez que uno lee a un compatriota, inevitablemente comienza la búsqueda de errores, o al menos de inconformidades. Y así fue: la prosa, algo recargada y artificial para mi gusto. Las descripciones, excesivas. La adjetivación, frondosa. Y sin embargo... esas metáforas poderosas, como fotografías; esa atmósfera cambiante, creíble. Y al final del relato, una media sonrisa porque Ignacio ha sabido reírse con el lector sin reírse de él.
A lo largo de trece relatos (tres de ellos bastante extensos, aunque por estructura no los catalogaría como novela corta), Ignacio ilumina el prisma del Terror y nos devuelve el color de cada una de sus facetas. Aunque no se considera a sí mismo un escritor de género, ni tan apenas uno de terror, el autor emplea los recursos del fosco, del que hablábamos aquí no hace mucho. Nos muestra los monstruos imposibles del terror tradicional, experimenta con el miedo a la muerte y a los muertos, y también con otro tipo de terror menos convencional pero igualmente angustioso, el miedo del que apuesta por amar y se arriesga a perder. Y decía que el autor reniega de géneros (aunque quizá se refiera con ello al sota caballo y rey de la fantasía, ciencia ficción y terror), pero sin embargo demuestra su maestría más pulp con un western divertidísimo que, antes de que uno pueda darse cuenta, desemboca en el mayor horror de las brujas creadas por el mismo Howard que dio ser al bárbaro Conan.
Aunque no se encuentren en todos los relatos de esta antología, tal vez por haber leído otros de sus escritos me quedo con dos ingredientes como los más importantes del tomo, los que quizá le sean más propios a Ignacio como escritor. Por un lado, la belleza que siempre muestra en sus relatos. Belleza difícil: no una belleza que se obtenga de puestas de sol y romances idílicos, sino una que el autor sublima de la sangre y las entrañas, de la maldad y la ignorancia, de entre la mierda y la hiel del fondo de un basurero. Y, por el otro lado, ese realismo mágico que cierra la antología. Porque es este un género (otro género) muy fácil de imitar, pero muy difícil de hacer propio. Y él lo consigue en Basilio Figueroa, una enorme y genial metáfora a la que habrá que regresar cada tanto tiempo en busca de nuevos significados que desentrañar, en busca de nuevas bromas intelectuales de un joven ingeniero que tuvo la osadía de escribir, para descubrir las ventajas de ser un hipopótamo...