Hoy, en cierto foro en que esperamos impacientes a que se resuelva la convocatoria actual de Calabazas en el Trastero, que como deberíais de saber trata en esta ocasión de las supersticiones, me han recordado algo que comenté. Hablábamos de los tópicos recurrentes, y yo dije bromeando que lo suyo, tratando de supersticiones, sería la historia de "un gato negro muy supersticioso que oficia un rito pagano en un cementerio utilizando para ello trece herraduras mágicas, una escalera y un salero".
El caso es que un forero ha recordado mi comentario esta misma tarde, y me han entrado unas ganas locas de escribir esa historia tan ridícula. Y, de paso, como el relato no iba a ser más que una broma, ¿por qué no aprovechar para homenajear a uno de mis autores preferidos, creador del único mundo lo bastante absurdo como para albergar semejante historia?
En una hora y un poco más me he liado a escribir la historia, que no es gran cosa (e incluye un gato que no, no es negro), y me lo he pasado en grande, la verdad. Este es el resultado:
Imaginemos, por un momento, una oscura y espesa masa de nada. Llenémosla de enormes esferas y de luces danzantes, y fijemos la mirada de la imaginación en un punto en concreto del inmenso vacío.
El disco.
Descansa sobre cuatro elefantes y una tortuga. Los elefantes se encuentran en esa incómoda situación que a menudo se vive en un parlamento: todos sospechan que ha llegado la hora de cambiar de postura, pero ninguno quiere moverse por miedo a que todo el mundo se le eche encima.
La tortuga... a la tortuga nadie le ha preguntado si le duele la espalda.
Sobre el disco, como una pizza llevada a casa por un repartidor cabreado y que no ha cobrado sus suplementos nocturnos, una masa aplastada de roca y océano da forma a un mundo en que la magia tiene la suficiente fuerza como para amenazar la propia integridad del continuinuinuino espacio tiempo, o, incluso, para hacer hablar a los animales.
Uno de estos animales inteligentes es un gato y se llama Mauricio, y en este momento está dándose su primera ducha de la noche.
―¿Podrías no hacer eso? ―dice el Muchacho.
Mauricio le dedica una de sus mejores miradas de indiferencia felina, con una de sus patas inferiores todavía detrás de la cabeza.
―Nosotros no tenemos esos cacharros que tienen en Genua para lavar los inmencionables, y perdona mi klatchiano.
―Bidets ―apunta el Muchacho.
―No gracias, no tengo hambre.
Mauricio se cuela entre la verja del cementerio con relativa facilidad. Para el es relativamente mucho más fácil que para su acompañante, que contra toda probabilidad logra trepar por el muro sin soltar la escalera y el abultado saco que lleva en sendas manos.
―Terminemos con esto ―dice Mauricio, haciendo caso omiso del estruendo que causa la caída del muchacho.
―Vamos ―dice él, sacudiéndose la tierra y las flores de encima. Echa a andar, pero tarda poco en darse cuenta de que lo hace solo―. ¿No vienes?
Mauricio pasa el lomo erizado por los barrotes de la verja.
―Claro que voy. Qué crees, ¿que le tengo miedo a un cementerio?
―No hay nada que temer.
―¡Claro que no!
―Entonces... todo bien, ¿no? Si tú no tienes miedo, y yo tampoco, solo tenemos que echar a andar hacia el mausoleo, ¿no?
Mauricio parece meditar la idea.
―Me parece lo más lógico ―dice.
El ulular de una lechuza recién despertada alegra el silencio.
―Es curioso, porque no te has movido ―apunta el Muchacho.
―¡Cierto! ¿Qué te parece? Las cosas que pasan...
El Muchacho adelanta una de sus botas.
―¿Qué haces? ―maulla Mauricio, nervioso.
El Muchacho se agacha para destarse el cordón.
―¡Fíjate, ya me muevo! ―se admira Mauricio de semejante prodigio de la motricidad.
―¿No es impresionante?
―Vayamos al mausoleo, ¿quieres?
La bruma cubre por igual las tumbas de quienes fueron pobres y de quienes fueron ricos, las de la gente interesante y las de los aburridos, las llenas y aquellas que sus propietarios han abandonado para visitar el pub más cercano. Pero ni la neblina más espesa podría velar aquel mausoleo. Se alza majestuoso sobre una suave colina, y ningún adorno advierte de su naturaleza. Pero Mauricio y el Muchacho saben La Verdad, porque el hechicero les ha contado La Profecía.
―¿Tú crees que lo que dijo el mago es cierto? ―pregunta Mauricio, mientras suben al techado de mármol de la vetusta estructura.
―¿Te refieres a La Profecía? ¿Esa que dice que si no se efectúa El Rito esta misma noche se descuajeringará el tejido del continuinuino espacio tiempo y se abrirá una puerta por la que pasarán las Cosas de las dimensiones mazmorra, conquistando el mundo y bebiendo la sangre de las vírgenes?
―Esa misma ―dice Mauricio, a pesar de que el tema de las vírgenes sigue pareciéndole demasiado literal. Si es cierto, las Cosas horribles de la otra dimensión van a pasar bastante sed.
―Supongo que sí que es cierta. Si no fuese cierta, ahora mismo tú y yo estaríamos haciendo el tonto colándonos en este cementerio, en mitad de la noche, y todo para nada, jaja ―rie sin humor el muchacho.
―Ja ja ―conviene Mauricio, preocupado.
El Muchacho coloca las trece herraduras, una en el centro y doce a su alrededor. La escalera la abre hasta que, tumbada sobre el improvisado reloj, marca las trece y trece.
―Ahora solo tenemos que echarnos la sal por encima ―dice, y hace lo propio―. Si me permites...
―No te cortes ―refunfuña Mauricio, ante la salada nevada.
―Supongo que ya está ―dice el muchacho.
Esperan. Durante mucho tiempo.
―Di que no funciona ―dice Mauricio por fin.
―¿Qué?
―Hazme caso, entiendo de tensión narrativa. Dí que no ha funcionado.
El Muchacho se aclara la garganta.
―¡Ejem!... CIELOS ―grita, bien alto―, PARECE QUE NO HA FUNCIONADO. ¡QUÉ FATALIDAD!
Según pronuncia estas palabras, un temblor sacude los cimientos del mausoleo.
―¿Qué pasa? ―inquiere el Muchacho.
―Creo que el relato se está terminando...
Con un sonoro blip, muy similar al sonido que se hace al meterse el pulgar en la boca y sacarlo con fuerza contra el moflete, la realidad se contrae y se da la vuelta sobre sí misma. Cuando todo vuelve a la normalidad, la realidad es la misma excepto por un pequeño detalle: la sal, la escalera y las herraduras han desaparecido. En su lugar, hay una enorme jarra burbujeante.
―¡Ah! Genial y estupendamente perfecto ―dice una voz tras ellos―. Me temo que me parece que creo que yo estaba demasiado beodo para intentar probar a lanzar el conjuro.
El muchacho y Mauricio se miran entre sí, mientras el hechicero que les ha traído hasta aquí apura la enorme jarra de un solo trago.
―¿Qué es eso? ―dice Mauricio.
―¡La PENÚLTIMA! ―exclama el mago, grandilocuente.
―¿Todo por una jarra de priva?
―No es una jarra cualquiera, es ¡La PENÚLTIMA!
―Pues ya te la has bebido...
Tink, se oye, y el líquido vuelve a bailotear en el interior de la jarra.
―¡Pero sigue siendo La PENÚLTIMA! ―grita exaltado el hechicero, antes de apurarla de nuevo de un solo trago. Tink―. ¡Nunca deja de ser La PENÚLTIMA! ―y echa el contenido de la jarra, llena de nuevo, por encima de su cabeza.
―Vámonos... ―maulla Mauricio.
―¿A dónde? Es casi de día. ¿Qué vamos a hacer?
Hubo un brillo ambicioso en la mirada de Mauricio.
―Vamos a comprar escaleras, muchas, y tenemos que hablar con tu amigo el herrero. Vamos a hacer una fortuna...