-¿Te arrepientes? -dijo Uno, tras lanzar una rápida mirada al desierto patio de butacas.
-¿De qué podría arrepentirme? -repuso Otro.
-No te hagas el tonto. Crees que eres astuto por ser capaz de fingir tu estupidez; pero hacerse el tonto solo es inteligente si uno sabe cuando parar. Si no sabes cuando renunciar a la pantomima te convertirás irremediablemente en el imbécil que finges ser.
El silencio cundió en la sala de cine, mientras Otro recapacitaba sobre estas palabras.
-Me arrepiento -admitió finalmente-. Cada día. ¿Acaso tú no?
-Por supuesto. Pero mi arrepentimiento no es un modo de torturarme a mí mismo, sino el modo en que siento curiosidad hacia las cosas que no fueron pero que podrían haber sido si tan solo hubiera tomado decisiones diferentes. Es ese arrepentimiento el que me ayuda a ser humano; es el tuyo el que mediante la tortura y el dolor innecesario te convierte en una bestia.
De nuevo Otro tuvo oportunidad de reflexionar sobre las palabras de Uno en la intimidad que les otorgaba el abandonado edificio. Una sonrisa se formó en su rostro cuando se levantó de su butaca para enfrentarse a su interlocutor.
-Pero no somos humanos, ni tú ni yo. Somos bestias.
-Salvajes -convino Uno, desenfundando su sable.
-Animales -dijo Otro, armándose a su vez y acometiendo con su metal.
-¿Sabes, hermano? A veces me pregunto si no sería mejor echarse a dormir.
-¿A dormir?
El crujir y restañar del acero delgado resonaba bajo la antigua bóveda del Gran Vía, mientras ambos contrincantes caminaban sobre las butacas cual zancudo sobre las aguas.
-Tumbarse en algún lugar, bajo tierra quizá, y pensar.
-¿Pensar?
-Solo pensar.
El filo atravesó a Uno limpiamente, a la altura del corazón.
La sorpresa rieló en sus pupilas secas y dilatadas.
-¡Te tengo! -se jactó Otro.
Uno se arrancó con fastidio la espada, completamente limpia de sangre.
-¿Al mejor de tres?
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