Había un gran espacio vacío justo en el centro, alrededor del cual se apretujaban las letras como si la misma tinta desease estar lo más lejos posible de aquel blanco círculo de papel inmaculado.
Como de costumbre, el Tranquilo continuó leyendo el periódico sin que nada perturbase su apacible calma. Ni el violento viento, ni el eléctrico zumbido de los acumuladores, ni el hecho de hallarse a más de cuatrocientos metros de altura alteraron su relajada lectura.
Su apellido era Babieca, y su nombre no lo conocía ninguno de los demás operarios que la corporación movilizaba cada tres meses o cada vez que los molinos sufrían una incidencia. Podrían haberlo averiguado fácilmente, quizá en el sindicato o echando un vistazo a la lista del fondo para viudas y huérfanos, pero pronto lo habrían olvidado. Y es que, las pocas veces que alguien hablaba con él, le llamaba sin excepción Sr. Babieca. Las muchas veces que hablaban de él, le daban el por otro lado muy acertado sobrenombre de “el Tranquilo”.
A cuatrocientos metros y veintisiete centímetros de altura, el Tranquilo pasó de hoja, tratando de tocar la menor cantidad posible de papel. Más por costumbre que esperando hallar otra cosa, contempló durante una fracción de segundo el agujero que había justo en el centro del periódico, aquel espacio en blanco en el que no había nada escrito.
Cuando la tormenta les impide trabajar, y los operarios beben en la caseta de las herramientas (con el presupuesto beneplácito del capataz) siempre suele oírse la misma frase: “cuando el Tranquilo leía el periódico, el viento dejaba de soplar”. En honor a la verdad, cabe aclarar que Julián (pues así se llamaba) había aprendido cómo situarse al refugio de la metálica estructura, dando siempre la espalda al viento. De cualquier modo, era el único que encontraba relajante la lectura de un periódico a poco más de cuatrocientos metros de altura.
Teóricamente, a los operarios no se les permitía fumar mientras se encontrasen en la estructura. Tras arrojar el periódico, que al instante fue arrastrado por el fuerte viento, el Tranquilo sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo derecho de su chaleco. Tras abrirlo, contempló el vacío formado por los cigarros que faltaban, un agujero circular justo en el centro del paquete. Su mano extendida, a medio camino de la cajetilla, tembló de manera imperceptible durante un fugaz instante antes de volver de nuevo a la seguridad del bolsillo derecho de su chaleco.
Por qué no…
En el hipotético caso de que Julián Babieca “el Tranquilo” no hubiese estado a solas aquella tarde, alguien habría visto alzarse una ceja en su por lo demás impertérrito rostro mientras zarandeaba el paquete. Tras una elocuente pausa, el Tranquilo sacó un mechero del bolsillo derecho de su chaleco y lo introdujo en el todavía intacto círculo vacío que formaban los cigarrillos.
Tras cerrarlo y abrirlo un par de veces y comprobar que el mechero seguía en su lugar, lo guardó de nuevo, y paquete mechero y cigarros cayeron en una nube al vacío, a través del agujero del bolsillo derecho de su chaleco que el Tranquilo acababa de descubrir.
Se cuentan muchas cosas sobre el Tranquilo, quizá debido a lo poco que se sabe de él.
Una de aquellas jornadas de tormenta, en que incluso el capataz tuvo que refugiarse con ellos en el cobertizo de las herramientas, y se vieron obligados a hacer noche al calor del licor, Babieca habló más de lo normal, lo cual resultó ser bastante poco. Sin embargo, y aunque lo mencionen nerviosos, al vuelo, todos recuerdan lo que contó sobre su época como limpia cristales en las alturas de Barcelona.
Una alarma sonó en el reloj digital de Julián: sus cinco minutos de descanso habían terminado. Sin más, enganchó de nuevo su arnés y ascendió los escasos tramos de barrotes que lo llevarían hasta la atalaya. Una vez allí alzó la vista, y entonces gritó, gritó con todas sus fuerzas, por primera vez en toda su vida adulta. Según el único testigo ajeno a la empresa que los peritos pudieron entrevistar, un pastor de cabras que se encontraba cerca, la segunda vez fue mientras se arrojaba al vació desde una altura de cuatrocientos metros y veintisiete centímetros.
Semanas después de su muerte, cuando uno de los operarios trajo aquel recorte de periódico, nadie dejó de recordar aquella noche tormentosa en la que el Tranquilo había bebido de más. Según el diario, Babieca había sido el único testigo del suicidio de un compañero limpia cristales, quien tras arrojarse al vacío había caído desde un doceavo piso justo a los pies de Julián, quien en aquel momento se encontraba abajo.
No habían encontrado el cadáver.
Nadie habló de aquel recorte desde entonces. Hoy, tan solo conocen su existencia los operarios.
Y yo, claro está.
Desde luego es toda una casualidad que, al igual que en el caso de su antiguo compañero defenestrado, nunca se encontrase resto alguno del cadáver de Julián Babieca “el Tranquilo”.
Evidentemente nadie dio crédito a la carta póstuma del pastor, quien antes de suicidarse “debido a la desesperación tan grande que me provocan estos boquetes del demonio”, dejó constancia de cómo al caer justo ante sus pies el Tranquilo, “se abrió y tragole la tierra, y no duermo pensando en que si haile un dios, el desgraciado hubiese podido morir en el suelo, y no seguir cayendo, dónde esté no lo quiero saber”.
Cada vez que hay tormenta, y permito que los operarios beban junto a las herramientas, contemplo los molinos y recuerdo cómo tras volver Babieca de su descanso, tras alzar la vista y justo antes de soltar su arnés y saltar al vacío, Julián Babieca “el Tranquilo”, el hombre mas valiente que conoceré, me dirigió con voz calma y firme, apenas temblorosa, las siguientes palabras:
-Por Dios, no mire, capataz, ¡No mire!
Pero entonces, tal y como sin duda volvería a hacer, y mientras el alarido de Julián se alejaba mucho más de cuatrocientos metros y veintisiete centímetros de mí, alcé la vista y contemplé las aspas, que giraban como por arte de magia suspendidas en el aire. Como única sujeción al molino, un gran espacio vacío justo en el centro.
© Copyright 2010 Pedro Moscatel